Pinochet: ¿La (in)esperada variabilidad del metro?
julio 28, 2013 | Posted by historia under Archivo, España |
Alejandro Andreassi Cieri
Universitat Autònoma de Barcelona
En 1790 Talleyrand propuso a la Asamblea Constituyente la unificación de los sistemas de medición, lo que desembocó, luego de una propuesta de la Academia de Ciencias, en la confección del metro como patrón unificado de medida. Se había conseguido un único rasero con que definir las dimensiones de la materialidad, y no sólo en el terreno de lo mercantil, ya que pronto toda la actividad cotidiana estaría presidida por esa diezmillonésima parte del cuadrante de meridiano. Pero no fue el único rasero que nos legó esa Revolución Francesa. En 1789, antes de establecer la igualdad en las dimensiones de las cosas, se había preocupado por establecer las condiciones de la igualdad y la libertad de los hombres estableciendo el patrón universal que debía mensurar y calificar las acciones de los hombres: la Declaración Universal de los Derechos del Hombre y del Ciudadano. La misma secuencia en la elaboración de los principios que debían actuar en la sociedad revolucionaria indicaba la prioridad de unos sobre otros pero también la indudable jerarquía que reconocía en los estratos de la razón. El triunfo de la razón instrumental simbolizado con la adopción del metro sólo se justificaba a los ojos de los revolucionarios porque había sido precedido por el establecimiento en 1789 del reino de la razón de los valores, de la razón substancial que, orientada por la axiología, debía ser la guía a la que someter siempre la razón instrumental, justamente para evitar que su sueño engendrara monstruos.
Sin embargo abundan los ejemplos, especialmente en el siglo XX de que el vínculo forjado por los revolucionarios entre razón y método no resultó tan sólido como parecía, y que el olvido de los derechos del hombre no fue condición suficiente para que se volviera a las medidas del Antiguo Régimen, ni siquiera se notó que le faltara algo a la modernidad. La razón instrumental despojada de cualquier control ético se independizó y continúa cometiendo despropósitos, ultrajando dignidades y arropando crímenes de estado. En estos días de marzo del último año del último milenio hemos visto un claro ejemplo de ello en las actuaciones que rodearon la devolución del tirano vitalicio a Chile. Resulta patético ver y escuchar a Abel Matutes, Ministro de Relaciones Exteriores, manifestar su pesar “el amargo sabor de boca” que le produce la suspensión de la extradición de tan augusto procesado, por una decisión a la que contribuyó con todos sus esfuerzos esgrimiendo razones de método para impedir un recurso y los esfuerzos de quienes, con el juez Garzón a la cabeza intentaban consumar la extradición. También resulta penosa la pretendida circunspección con que Straw anunciaba la liberación de Pinochet por motivos “humanitarios”, sin siquiera permitir una nueva revisión médica como respuesta a la unanimidad con que los expertos forenses de los cuatro países demandantes rechazaron el informe de los médicos británicos.
En los balances que se efectúan con urgencia en estos momentos, de modo similar a los ya hechos cuando Straw anunció la interrupción del proceso de extradición, se opina que se ha ganado mucho con estos quince meses en los que Pinochet estuvo retenido en Gran Bretaña, ya que ha quedado condenado moralmente por toda la humanidad. Es cierto, e incluso se puede agregar que perdió todas las batallas legales que sus defensores platearon en los tribunales ingleses, desde las cuestiones relacionadas con la inmunidad soberana hasta la pertinencia de su extradición a España. Pero no es suficiente. Ya estaba condenado moralmente, por lo menos por la parte sana de la humanidad desde el 11 de septiembre de 1973 cuando bombardeó La Moneda y masacró las vidas y esperanzas del pueblo chileno. Está condenado desde hace 27 años porque fue el jefe de golpe que instauró una dictadura, está condenado desde hace 27 años por matar a un ruiseñor después de cortarle las manos, está condenado desde hace 27 años por ser uno de los responsables de la mayor conspiración criminal internacional en la historia latinoamericana, el Plan Cóndor, para perseguir y aniquilar a los opositores a su dictadura y a las homólogas de Argentina y Uruguay, exiliados en otros países. Y por último, está condenado por ser el responsable de la aplicación de un programa económico y social que significó enormes beneficios para una elite sobre la base de la explotación, marginación y miseria de la gran mayoría de los chilenos, cuya gestión exigió la violación sistemática de los derechos humanos como forma “normal” de funcionamiento. Por lo tanto la condena moral y política del tirano, se produjo a partir del comienzo de sus fechorías, y lo estaba al mismo nivel que Hitler o Mussolini, quienes nunca llegaron a ser sometidos a un proceso judicial por sus crímenes. También podemos buscar consuelo pensando en el castigo a la soberbia de quien se considera omnipotente y a la manera de un monarca absoluto sólo responsable ante Dios, desde el momento que los detectives de Scotland Yard procedieron a detenerlo en la clínica londinense el 16 de octubre de 1998.
Pero de lo que se trataba ahora no era de conseguir condenas morales sino someterlo a un tribunal para que respondiera de sus crímenes, la prueba del nueve de la vigencia efectiva de aquella declaración universal de derechos que los revolucionarios franceses quisieron que fuera la guía de su revolución, así como la del principio de igualdad universal ante la ley. La impunidad de que goza junto a otros violadores de los derechos humanos de Argentina y Uruguay, debía quedar destrozada con su juicio en España, ya que era impensable que eso sucediera en Chile. Pero no sólo se acabaría la su impunidad con el juicio, y aquí creo que entraron a jugar las fuerzas poderosas de la razón (instrumental) de estado para ahogar en su misma fuente a la otra razón, aquella que presidía el proyecto revolucionario de 1789. La luz del juicio público habría iluminado todos los recovecos donde se nutrió la banalidad del mal mostrándonos un cuadro en el que habrían aparecido, junto al viejo criminal, muchos de los cómplices y beneficiarios internos y externos de su dictadura, aquellos para los que había gobernado: los fervientes empresarios que nutren la fundación Pinochet, los militares en retiro o en activo que cumplieron “debidamente” sus órdenes, y, no sé si en el fondo o en primera fila, los funcionarios y dirigentes políticos norteamericanos pasados, y porque no presentes (según El País, 3/3/2000, EE.UU. se solidariza con al decisión británica). Esta reedición del juicio de Nuremberg hubiese llevado al banquillo a los mismos Estados Unidos de América y con ellos las décadas de hipocresía y la colección de múltiples raseros inaugurada por F. D. Roosevelt cuando declaró: “Anastasio Somoza es un hijo de puta, pero es NUESTRO hijo de puta”.
Sobre esta perspectiva se impusieron los intereses representados por los gobiernos de Chile, España y Gran Bretaña, sin reparar que al satisfacer las presiones de los poderes fácticos dejan de representar los intereses de víctimas y familiares de la barbarie pinochetista, y con ello el papel acusador y perseguidor de los crímenes contra la humanidad que los estados deberían asumir en cumplimiento del mandato que les impone el derecho internacional, tanto como el imperativo moral de reparar el daño producido e impedir que vuelvan a producirse crímenes semejantes mediante la advertencia a dictadores actuales o futuros que sus acciones no quedarán impunes. Sin embargo usurpando el papel de los jueces, vimos a Straw, Matutes y Aznar actuando como árbitros necesariamente venales que manipulaban los datos de forma vergonzante, mientras que con guiños que no advertimos del todo tranquilizaban a Frei y Valdés hasta que juzgaron llegado el momento oportuno para mostrar que las cartas estaban marcadas.
Ha sido imposible reconciliar al metro con la declaración universal de los derechos del hombre y el ciudadano. Sin embargo, a pesar de que el metro está presente con tozudez en cada una de nuestras acciones cotidianas, nunca pensamos que fuera producto de la historia, más bien un reflejo de la naturaleza en nuestras mentes, algo parecido a una abstracción, y por lo tanto nadie recuerda que a la Revolución Francesa le debamos la unificación de los sistemas de medida. En cambio si es recordada por que se atrevió a proclamar el reinado de la razón axiológica, porque demuestra aunque sea con destellos que la bondad forma parte de las virtudes potenciales de la especie humana.